A vosotras, mujeres del mundo entero,
os doy mi más cordial saludo:
1. A cada una de vosotras dirijo esta carta con objeto de compartir y
manifestar gratitud, en la proximidad de la IV Conferencia Mundial
sobre la Mujer, que tendrá lugar en Pekín el próximo mes de septiembre.
Ante todo deseo expresar mi
vivo reconocimiento a la
Organización de las Naciones Unidas, que ha promovido tan importante
iniciativa. La Iglesia quiere ofrecer también su contribución en defensa
de la dignidad, papel y derechos de las mujeres, no sólo a través de la
aportación específica de la Delegación oficial de la Santa Sede a los
trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al corazón y a la
mente de todas las mujeres. Recientemente, con ocasión de la visita que
la
Señora Gertrudis Mongella, Secretaria General de la Conferencia, me ha hecho precisamente con vistas a este importante encuentro, le he entregado un
Mensaje en
el que se recogen algunos puntos fundamentales de la enseñanza de la
Iglesia al respecto. Es un mensaje que, más allá de la circunstancia
específica que lo ha inspirado, se abre a la perspectiva más general de
la realidad y de los problemas de las
mujeres en su conjunto, poniéndose
al servicio de su causa en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Por
lo cual he dispuesto que se enviara a todas las Conferencias
Episcopales, para asegurar su máxima difusión.
Refiriéndome a lo expuesto en dicho documento, quiero ahora
dirigirme directamente a cada mujer, para
reflexionar con ella sobre sus problemas y las perspectivas de la
condición femenina en nuestro tiempo, deteniéndome en particular sobre
el tema esencial de la
dignidad y de los
derechosde las mujeres, considerados a la luz de la Palabra de Dios.
El punto de partida de este diálogo ideal no es otro que dar
gracias. « La Iglesia —escribía en la Carta apostólica
Mulieris dignitatem— desea dar gracias a la Santísima Trinidad por
el "misterio de la mujer" y por cada mujer, por lo que constituye la
medida eterna de su dignidad femenina, por las "maravillas de Dio", que
en la historia de la humanidad se han realizado en ella y por ella » (n.
31).
2. Dar
gracias al Señor por su designio sobre la vocación y
la misión de la mujer en el mundo se convierte en un agradecimiento
concreto y directo a las mujeres, a cada mujer, por lo que representan
en la vida de la humanidad.
Te doy gracias,
mujer-madre, que te conviertes en seno del
ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia
única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y
te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de
referencia en el posterior camino de la vida.
Te doy gracias,
mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu
destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al
servicio de la comunión y de la vida.
Te doy gracias,
mujer-hija y
mujer-hermana, que
aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las
riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
Te doy gracias,
mujer-trabajadora, que participas en todos
los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y
política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración
de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción
de la vida siempre abierta al sentido del « misterio », a la edificación
de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias,
mujer-consagrada, que a ejemplo de la más
grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con
docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda
la humanidad a vivir para Dios una respuesta « esponsal », que expresa
maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su criatura.
Te doy gracias,
mujer, ¡por el hecho mismo de ser
mujer! Con
la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del
mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas.
3. Pero dar
gracias no basta, lo sé. Por desgracia somos herederos de una historia de enormes
condicionamientos que,
en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la
mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas,
marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha
impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad
entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil
señalar responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las
sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado
mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado,
especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades
objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento
sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda la Iglesia en
un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que
precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de
abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual
brota de la
actitud misma de Cristo. El, superando las normas
vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres
una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De este
modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el
proyecto y en el amor de Dios. Mirando hacia El, al final de este
segundo milenio, resulta espontáneo preguntarse: ?qué parte de su
mensaje ha sido comprendido y llevado a término?
Ciertamente, es la hora de mirar con la
valentía de la memoria, y
reconociendo sinceramente las responsabilidades, la larga historia de
la humanidad, a la que las mujeres han contribuido no menos que los
hombres, y la mayor parte de las veces en condiciones bastante más
adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la cultura
y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas
a menudo de una educación igual, expuestas a la infravaloración, al
desconocimiento e incluso al despojo de su aportación intelectual. Por
desgracia, de la múltiple actividad de las mujeres en la historia ha
quedado muy poco que se pueda recuperar con los instrumentos de la
historiografía científica. Por suerte, aunque el tiempo haya enterrado
sus huellas documentales, sin embargo se percibe su influjo benéfico en
la linfa vital que conforma el ser de las generaciones que se han
sucedido hasta nosotros. Respecto a esta grande e inmensa « tradición »
femenina, la humanidad tiene una deuda incalculable. ¡Cuántas mujeres
han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que
por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de
su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser!
4. Y qué decir también de los obstáculos que, en tantas partes del
mundo, impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social,
política y económica? Baste pensar en cómo a menudo es penalizado, más
que gratificado, el don de la maternidad, al que la humanidad debe
también su misma supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer
para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente
alcanzar en todas partes la
efectiva igualdad de los derechos
de la persona y por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de
trabajo, tutela de la trabajadora-madre, justas promociones en la
carrera, igualdad de los esposos en el derecho de familia,
reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del
ciudadano en un régimen democrático.
Se trata de un acto de justicia, pero también de una necesidad. Los
graves problemas sobre la mesa, en la política del futuro, verán a la
mujer comprometida cada vez más: tiempo libre, calidad de la vida,
migraciones, servicios sociales, eutanasia, droga, sanidad y asistencia,
ecología, etc. Para todos estos campos será preciosa una mayor
presencia social de la mujer, porque contribuirá a manifestar las
contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios de
eficiencia y productividad, y obligará a replantear los sistemas en
favor de los procesos de humanización que configuran la « civilización
del amor ».
5. Mirando también uno de los aspectos más delicados de la situación
femenina en el mundo, cómo no recordar la larga y humillante historia —a
menudo « subterránea »— de abusos cometidos contra las mujeres en el
campo de la sexualidad? A las puertas del tercer milenio no podemos
permanecer impasibles y resignados ante este fenómeno. Es hora de
condenar con determinación, empleando los medios legislativos apropiados
de defensa, las formas de
violencia sexual que con frecuencia
tienen por objeto a las mujeres. En nombre del respeto de la persona no
podemos además no denunciar la difundida cultura hedonística y comercial
que promueve la explotación sistemática de la sexualidad, induciendo a
chicas incluso de muy joven edad a caer en los ambientes de la
corrupción y hacer un uso mercenario de su cuerpo.
Ante estas perversiones, cuánto reconocimiento merecen en cambio las
mujeres que, con amor heroico por su criatura, llevan a término un
embarazo derivado de la injusticia de relaciones sexuales impuestas con
la fuerza; y esto no sólo en el conjunto de las atrocidades que por
desgracia tienen lugar en contextos de guerra todavía tan frecuentes en
el mundo, sino también en situaciones de bienestar y de paz, viciadas a
menudo por una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan
también más fácilmente tendencias de machismo agresivo. En semejantes
condiciones, la opción del aborto, que es siempre un pecado grave, antes
de ser una responsabilidad de las mujeres, es un crimen imputable al
hombre y a la complicidad del ambiente que lo rodea.
6. Mi « gratitud » a las mujeres se convierte pues en una
llamada apremiante, a
fin de que por parte de todos, y en particular por parte de los Estados
y de las instituciones internacionales, se haga lo necesario para
devolver a las mujeres el pleno respeto de su dignidad y de su papel. A
este propósito expreso mi admiración hacia las mujeres de buena voluntad
que se han dedicado a defender la dignidad de su condición femenina
mediante la conquista de fundamentales derechos sociales, económicos y
políticos, y han tomado esta valiente iniciativa en tiempos en que este
compromiso suyo era considerado un acto de transgresión, un signo de
falta de femineidad, una manifestación de exhibicionismo, y tal vez un
pecado.
Como expuse en el
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de
este año, mirando este gran proceso de liberación de la mujer, se puede
decir que « ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no
exento de errores, aunque sustancialmente positivo, incluso estando
todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias partes del
mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada y valorada
en su peculiar dignidad » (n. 4).
¡Es necesario continuar en este camino! Sin embargo estoy convencido
de que el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto
de la identidad femenina no está solamente en la denuncia, aunque
necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino también y
sobre todo en un eficaz e ilustrado
proyecto de promoción, que contemple todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una
renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer. A
su reconocimiento, no obstante los múltiples condicionamientos
históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley de Dios inscrita
en el corazón de cada hombre. Pero es sobre todo la Palabra de Dios la
que nos permite descubrir con claridad el radical
fundamento antropológico de la dignidad de la mujer, indicándonoslo en el designio de Dios sobre la humanidad.
7. Permitidme pues, queridas hermanas, que medite de nuevo con
vosotras sobre la maravillosa página bíblica que presenta la creación
del ser humano, y que dice tanto sobre vuestra dignidad y misión en el
mundo.
El Libro del Génesis habla de la creación de modo sintético y con
lenguaje poético y simbólico, pero profundamente verdadero: « Creó,
pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó:
varón y mujer los creó » (
Gn 1,
27). La acción creadora de Dios se desarrolla según un proyecto
preciso. Ante todo, se dice que el ser humano es creado « a imagen y
semejanza de Dios » (cf.
Gn 1, 26), expresión que aclara en seguida
el carácter peculiar del ser humano en el conjunto de la obra de la creación.
Se dice además que el ser humano, desde el principio, es creado como « varón y mujer » (
Gn 1,
27). La Escritura misma da la interpretación de este dato: el hombre,
aun encontrándose rodeado de las innumerables criaturas del mundo
visible, ve que
está solo (cf.
Gn 2, 20). Dios interviene para hacerlo salir de tal situación de soledad: «
No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada » (
Gn 2, 18). En la creación de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio
el principio de la ayuda: ayuda —mírese bien— no unilateral, sino
recíproca. La mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son entre sí
complementarios. La femineidad realiza lo « humano » tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria.
Cuando el Génesis habla de « ayuda », no se refiere solamente al ámbito del
obrar, sino también al del
ser. Femineidad y masculinidad son entre sí complementarias
no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino
ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo « masculino » y de lo « femenino » lo « humano » se realiza plenamente.
8. Después de crear al ser humano varón y mujer, Dios dice a ambos: «
Llenad la tierra y sometedla » (
Gn 1, 28). No les da sólo el poder de procrear para perpetuar en el tiempo el género humano, sino que
les entrega también la tierra como tarea, comprometiéndolos a administrar sus recursos con responsabilidad. El
ser humano, ser racional y libre, está llamado a transformar la faz de
la tierra. En este encargo, que esencialmente es obra de cultura,
tanto el hombre como la mujer tienen
desde el principio igual responsabilidad. En su reciprocidad esponsal y
fecunda, en su común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y
el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera
una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más
natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la «
unidad de los dos »,
o sea una « unidualidad » relacional, que permite a cada uno sentir la
relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y
responsabilizante.
A esta « unidad de los dos » confía Dios no sólo la obra de la
procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la
historia.
Si durante el Año internacional de la Familia, celebrado en 1994, se puso la atención sobre la
mujer como madre, la Conferencia de Pekín es la ocasión propicia para una nueva toma de conciencia
de la múltiple aportación que la mujer ofrece a la vida de todas las sociedades y naciones. Es
una aportación, ante todo, de naturaleza espiritual y cultural, pero
también socio-política y económica. ¡Es mucho verdaderamente lo que
deben a la aportación de la mujer los diversos sectores de la sociedad,
los Estados, las culturas nacionales y, en definitiva, el progreso de
todo el genero humano!
9. Normalmente el progreso se valora según categorías científicas y
técnicas, y también desde este punto de vista no falta la aportación de
la mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del progreso, es
más, ni siquiera es la principal. Más importante es
la dimensión ética y social, que
afecta a las relaciones humanas y a los valores del espíritu: en esta
dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las relaciones
cotidianas entre las personas, especialmente dentro de la familia, la
sociedad es en gran parte deudora precisamente al «
genio de la mujer ».
A este respecto, quiero manifestar una particular gratitud a las mujeres comprometidas en los más diversos sectores de la
actividad educativa, fuera
de la familia: asilos, escuelas, universidades, instituciones
asistenciales, parroquias, asociaciones y movimientos. Donde se da la
exigencia de un trabajo formativo se puede constatar la inmensa
disponibilidad de las mujeres a dedicarse a las relaciones humanas,
especialmente en favor de los más débiles e indefensos. En este cometido
manifiestan una forma de
maternidad afectiva, cultural y espiritual, de
un valor verdaderamente inestimable, por la influencia que tiene en el
desarrollo de la persona y en el futuro de la sociedad. ¿Cómo no
recordar aquí el testimonio de tantas mujeres católicas y de tantas
Congregaciones religiosas femeninas que, en los diversos continentes,
han hecho de la educación, especialmente de los niños y de las niñas, su
principal servicio? Cómo no mirar con gratitud a todas las mujeres que
han trabajado y siguen trabajando en el campo de la salud, no sólo en el
ámbito de las instituciones sanitarias mejor organizadas, sino a menudo
en circunstancias muy precarias, en los Países más pobres del mundo,
dando un testimonio de disponibilidad que a veces roza el martirio?
10. Deseo pues, queridas hermanas, que se reflexione con mucha atención sobre el tema del «
genio de la mujer »,
no sólo para reconocer los caracteres que en el mismo hay de un preciso
proyecto de Dios que ha de ser acogido y respetado, sino también para
darle un mayor espacio en el conjunto de la vida social así como en la
eclesial. Precisamente sobre este tema, ya tratado con ocasión del
Año Mariano, tuve oportunidad de ocuparme ampliamente en la citada Carta apostólica
Mulieris dignitatem, publicada
en 1988. Este año, además, con ocasión del Jueves Santo, a la
tradicional Carta que envío a los sacerdotes he querido agregar
idealmente la
Mulieris dignitatem, invitándoles
a reflexionar sobre el significativo papel que la mujer tiene en sus
vidas como madre, como hermana y como colaboradora en las obras
apostólicas. Es ésta otra dimensión, —diversa de la conyugal, pero
asimismo importante— de aquella « ayuda » que la mujer, según el
Génesis, está llamada a ofrecer al hombre.
La Iglesia ve en María la máxima expresión del « genio femenino » y encuentra en Ella una fuente de continua inspiración. María se ha autodefinido « esclava del Señor » (
Lc 1,
38). Por su obediencia a la Palabra de Dios Ella ha acogido su vocación
privilegiada, nada fácil, de esposa y de madre en la familia de
Nazaret. Poniéndose al servicio de Dios, ha estado también al servicio
de los hombres: un
servicio de amor. Precisamente este servicio
le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso,
pero auténtico « reinar ». No es por casualidad que se la invoca como «
Reina del cielo y de la tierra ». Con este título la invoca toda la
comunidad de los creyentes, la invocan como « Reina » muchos pueblos y
naciones.
¡Su « reinar » es servir! ¡Su servir es « reinar »!
De este modo debería entenderse la autoridad, tanto en la familia
como en la sociedad y en la Iglesia. El « reinar » es la revelación de
la vocación fundamental del ser humano, creado a « imagen » de Aquel que
es el Señor del cielo y de la tierra, llamado a ser en Cristo su hijo
adoptivo. El hombre es la única criatura sobre la tierra que « Dios ha
amado por sí misma », como enseña el Concilio Vaticano II, el cual añade
significativamente que el hombre « no puede encontrarse plenamente a sí
mismo sino en la entrega sincera de sí mismo » (
Gaudium et spes, 24).
En esto consiste el « reinar » materno de María. Siendo, con todo su ser, un don para el Hijo,
es un don también para los hijos e hijas de todo el género humano, suscitando
profunda confianza en quien se dirige a Ella para ser guiado por los
difíciles caminos de la vida al propio y definitivo destino
trascendente. A esta
meta final llega cada uno a través de las
etapas de la propia vocación, una meta que orienta el compromiso en el
tiempo tanto del hombre como de la mujer.
11. En este horizonte de « servicio » —que, si se realiza con
libertad, reciprocidad y amor, expresa la verdadera « realeza » del ser
humano— es posible acoger también, sin desventajas para la mujer,
una cierta diversidad de papeles, en
la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria,
sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino. Es un
tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la Iglesia. Si
Cristo —con una elección libre y soberana, atestiguada por el Evangelio
y la constante tradición eclesial— ha confiado solamente a los varones
la tarea de ser
«icono » de su rostro de « pastor » y de « esposo » de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto
no quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás miembros
de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado, siendo por lo demás
todos igualmente dotados de la dignidad propia del «
sacerdocio común »,
fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones de papel no
deben interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de
las sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la
economía sacramental, o sea, la economía de « signos » elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los hombres.
Por otra parte, precisamente en la línea de esta economía de signos,
incluso fuera del ámbito sacramental, hay que tener en cuenta la «
femineidad » vivida según el modelo sublime de María. En efecto, en la «
femineidad » de la mujer creyente, y particularmente en el de la «
consagrada », se da una especie de « profecía » inmanente (cf.
Mulieris dignitatem, 29),
un simbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo « carácter de
icono », que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser
mismo de la Iglesia como comunidad consagrada totalmente con corazón «
virgen », para ser «
esposa » de Cristo y «
madre »
de los creyentes. En esta perspectiva de complementariedad « icónica »
de los papeles masculino y femenino se ponen mejor de relieve las dos
dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el principio « mariano » y el
« apostólico-petrino » (cf.
ibid., 27).
Por otra parte —lo recordaba a los sacerdotes en la citada Carta del
Jueves Santo de este año— el sacerdocio ministerial, en el plan de
Cristo « no es expresión de
dominio, sino de
servicio »
(n. 7). Es deber urgente de la Iglesia, en su renovación diaria a la
luz de la Palabra de Dios, evidenciar esto cada vez más, tanto en el
desarrollo del espíritu de comunión y en la atenta promoción de todos
los medios típicamente eclesiales de participación, como a través del
respeto y valoración de los innumerables carismas personales y
comunitarios que el Espíritu de Dios suscita para la edificación de la
comunidad cristiana y el servicio a los hombres.
En este amplio ámbito de servicio, la historia de la Iglesia en estos
dos milenios, a pesar de tantos condicionamientos, ha conocido
verdaderamente el « genio de la mujer », habiendo visto surgir en su
seno mujeres de gran talla que han dejado amplia y beneficiosa huella de
sí mismas en el tiempo. Pienso en la larga serie de mártires, de
santas, de místicas insignes. Pienso de modo especial en santa Catalina
de Siena y en santa Teresa de Jesús, a las que el Papa Pablo VI concedió
el título de Doctoras de la Iglesia. Y ¿cómo no recordar además a
tantas mujeres que, movidas por la fe, han emprendido iniciativas de
extraordinaria importancia social especialmente al servicio de los más
pobres? En el futuro de la Iglesia en el tercer milenio no dejarán de
darse ciertamente nuevas y admirables manifestaciones del « genio
femenino ».
12. Vosotras veis, pues, queridas hermanas, cuántos motivos tiene la
Iglesia para desear que, en la próxima Conferencia, promovida por las
Naciones Unidas en Pekín, se
clarifique la plena verdad sobre la mujer. Que se dé verdaderamente su debido relieve al «
genio de la mujer », teniendo en cuenta no sólo a las mujeres importantes y famosas del pasado o las contemporáneas, sino también a las
sencillas, que
expresan su talento femenino en el servicio de los demás en lo
ordinario de cada día. En efecto, es dándose a los otros en la vida
diaria como la mujer descubre la vocación profunda de su vida; ella que
quizá más aún que el hombre
ve al hombre, porque lo ve con el
corazón. Lo ve independientemente de los diversos sistemas ideológicos y
políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de acercarse a
él
y serle de ayuda. De este modo, se realiza en la historia
de la humanidad el plan fundamental del Creador e incesantemente viene a
la luz, en la variedad de vocaciones, la
belleza —no solamente
física, sino sobre todo espiritual— con que Dios ha dotado desde el
principio a la criatura humana y especialmente a la mujer.
Mientras confío al Señor en la oración el buen resultado de la importante reunión de Pekín, invito a
las comunidades eclesiales a hacer del presente año una ocasión para
una sentida acción de gracias al Creador y al Redentor del mundo precisamente por el don de un
bien tan grandecomo
es el de la femineidad: ésta, en sus múltiples expresiones, pertenece
al patrimonio constitutivo de la humanidad y de la misma Iglesia.
Que María, Reina del amor, vele sobre las mujeres y sobre su misión
al servicio de la humanidad, de la paz y de la extensión del Reino de
Dios.
Con mi Bendición.
Vaticano, 29 de junio, solemnidad de los santos Pedro y Pablo, del año 1995.
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