Meditaciones del Rosario. Cuarto Misterio Doloroso. Jesús con la cruz a cuestas
Autor: P Mariano de Blas LC | Fuente: Catholic.net
Lo matarían en poco tiempo. ¿Y qué clase de muerte? Las había
horribles. Horrible sería morir para tu Hijo. ¿La degollación, la horca,
la cruz? Lo que siempre habías temido, por fin había llegado: "Mi Hijo
morirá en breve". Y tal vez de una muerte horrible. ¿Qué mal había
hecho? Ninguno, nunca, a nadie. Pero estaba profetizado y tenía que
suceder. La espada de Simeón penetraba en tu corazón de forma cruel.
Escuchas un griterío, ves gente que corre enardecida. Te imaginas lo
peor. Lo van a hacer pedazos.
Cruzando unas calles alcanzas a ver
sobresaliendo entre la multitud tres cruces. La espada se clava mucho
más. ¿Escuchaste? "Si eres el Hijo de Dios..." No puede ser otro que tu
Hijo. Te lo han confirmado los insultos de la plebe. No solo morirá
pronto. Morirá crucificado... Nada ni nadie le salvará. Los soldados lo
vigilan. La voluntad de Dios está clara. ¿Aceptarla? ¡Qué terrible, qué
agonía! Prefieres morir Tú mil veces...
Un golpe seco y una de
las cruces desaparece por momentos. Está tirada en el piso y en el piso
también yace tirado tu Hijo: No puede con la cruz. La flagelación fue
horrible y no le quedan fuerzas más que para exhalar el último suspiro.
Aumenta el griterío, los insultos, los estallidos de los látigos sobre
la espalda triturada.
Por fin logras acercarte y contemplar de
cerca la escena. Tus ojos se encuentran con los de Jesús; tu amor y el
suyo se abrazan en un nudo de dolor y de ternura. Le dices con todo tu
ser que estás ahí y estarás con Él, acompañándole, confortándole, hasta
el final. El encuentro del Nuevo Adán con la Nueva Eva hubiera amansado a
la fiera más feroz. Penosamente la
cruz avanza hacia el agujero preparado en el piso del Calvario donde
será plantada como árbol de vida.
El Cirineo le ayuda. Es un
alivio. Un hombre que se anima a llevar la cruz en su lugar. Pero ahora
la cruz avanza más rápido hacia el lugar de la ejecución. Un hombre
robusto la lleva. Cuanto le agradece a ese hombre desconocido, como a
todos los que hacen más llevadero el dolor de Jesús. Hay muchos Cireneos
y Verónicas que se compadecen, que ayudan a Jesús en la terrible tarea
de la redención del hombre.
Una mujer valiente también se
compadece, logra acercarse y secarle el rostro ensangrentado. Jesús
agradece a todas las Verónicas que le acompañan en su dolor. María
también agradece a los miles de almas que acompañan a Jesús en su
sufrimiento.
Se escucha un golpe seco de madera pero amortiguado
porque cae sobre la
espalda de Jesús. La cruz le golpea, le machaca un poco más antes de
matarlo del todo. Pero Jesús no maldice la cruz. Sabe que la cruz es un
cetro, un trono y el instrumento precioso de la redención. Los
cristianos que han comprendido no maldicen la cruz, la veneran.
"Líbreme Dios de gloriarme en nada sino es en la cruza de nuestro Señor
Jesucristo..." San Pablo.
Cada uno lleva su cruz hacia su propia
montaña del Calvario. Unos reniegan, otros la abrazan; pero todos
llevan su cruz. Esas cruces, comenzando por la de Jesús y la de todos
los demás formarán en el cielo un bosque sagrado que visitaremos de
rodillas.
Jesús merece toda la compasión, pero no la pide. El se compadece de todas aquellas
mujeres
que lloran por Él: "No lloréis por mí, llorad, más bien, por vosotras y
por vuestros hijos..." Y da la razón del leño verde y del
leño seco. Tan en serio quiso tomarse la redención el leño verde que por
algo será. Jesús recordó en ese momento el infierno eterno donde irán a
parar los leños secos. Se lo recordó a las madres de los duros hebreos y
a todas las que quisieran oírlo.
Tercera caída, La cruz le aplasta, el pecado de toda la Humanidad le doblega; es un
gusano
que se arrastra por el suelo. Tal vez murió por un rato. Y a base de
golpes volvió en sí. Se incorporó de nuevo. Jesús cae, pero siempre se
levanta. Así nos enseña qué hacer cuando caemos: Levantarnos siempre. Y
volver a empezar. Seguir nuestro camino.
Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen.
Esa
palabra apagó el incendio de odio de todo el mundo contra Él. Los
excusa. Ciertamente unos no saben, otros sí. Pero Cristo los excusa a
todos, a todos
perdona, y morirá habiendo perdonado a todos los hombres, y sin
almacenar una gota de rencor hacia ninguno. Un perdón más ancho que el
mar, más inmenso que el cielo. Jesús no sabía odiar, sólo amar. El
perdón es una finura del amor. Al pedir perdón por todos demostró que
amaba a todos.
Madre, que escuchaste esta palabra de Jesús, nosotros te decimos "Perdónanos, Madre, aunque a veces sí sabemos lo que hacemos".
Ese
perdón llega fresco, director, eficaz, al pecador, cada vez que se
arrodilla en el confesionario. Los condenados están perdonados, pero no
quisieron el perdón. Se requería un mínimo de humildad y
arrepentimiento, pero ni eso tuvieron. Mientras que otros, al menos al
final, incluso en el último día, lo tuvieron, y se salvaron.
El
buen ladrón fue uno de estos. ¿Qué le movió
el corazón a hacer la oración que le salvó su alma?¿El encuentro de
María con Jesús?¿La paciencia y humildad infinita del Redentor? El caso
es que se dejó mover por la gracia y oró así: "Acuérdate de mí, cuando
estés en tu Reino". Reprochó primero a su compañero por su
comportamiento. Y este reproche y la respuesta de Jesús deberían haberle
hecho recapacitar. Pero prefirió morder el anzuelo del orgullo y
perderse para siempre. "Hoy estarás conmigo en el Paraíso". Jesús
prometió el cielo para más adelante a muchos. Pero darlo el mismo día
sólo a este ladrón. ¡Bendito!
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